(una meditación escrita a cuatro manos)

No todas las jaulas se ven.
Algunas se construyen con silencios.
Otras, con deberes que nadie pidió, pero todos obedecieron.
Hay jaulas de “tengo que”, de “debo ser”, de “¿y si no funciona?”.
Jaulas que no se notan porque nos enseñaron a vivir dentro de ellas, a decorar sus paredes, a colgar títulos y metas como si fueran ventanas.
Pero hay un niño adentro.
Un niño que no firmó ese contrato.
Un niño que no entiende de “seguridad” si eso implica traicionarse.
Ese niño no pide permiso. No hace un plan. No toca la puerta:
juega.
Jugar, en su forma más pura, no es distracción.
Es resistencia.
Es memoria del alma.
Es el lenguaje con el que la esencia dice: “aquí estoy.”
Y a veces, ese niño aparece con una pluma en la mano.
Dibuja una salida.
No escapa, transforma.
Porque el juego, cuando es verdadero, no necesita permiso ni lógica.
Solo necesita presencia.
Y cuando esa presencia se hace escritura, ocurre algo inesperado: el miedo se afloja, la rigidez se agrieta, la jaula se vuelve papel.
Entonces la escritura se vuelve danza entre el miedo y la libertad.
Entre la estructura y la espontaneidad.
Entre el “hacer” para merecer y el “ser” por el simple gozo de ser.
Jugar con lo que duele, con lo que pesa, con lo que parecía definitivo…
eso no es frivolidad.
Es valentía.
Y esa valentía se escucha.
No en gritos, sino en el murmullo suave del alma cuando empieza a cantar.
Este texto, como muchas entradas de mi diario, es eso:
una llave.
Y como toda llave verdadera, no abre hacia fuera.
Abre hacia dentro.
Y al abrir, canta.