
Solo necesitaba silencio.
No estás buscando más ideas.
Ni más certeza.
Lo que buscás —si te atrevés a decirlo en voz baja— es vivir lo que ya intuís.
No saberlo. No entenderlo mejor.
Sino encarnarlo.
Ese es el umbral.
Y aunque parece pequeño, lo cambia todo.
Porque no se trata de perfeccionar el sistema.
Ni de pulir el ritual.
Ni siquiera de escribirlo a máquina o a mano.
La transformación no ocurre cuando comprendés lo que escribiste.
O cuando por fin creés que es cierto.
Ocurre cuando lo obedecés.
Cuando vivís esas palabras como si fueran carne tuya.
Como si fueran mandato. Como si fueran verdad.
Convicción con certeza.
Hay frases que no se escriben para ser leídas.
Se escriben para ser habitadas.
“Aquí estoy. Me escribo para recordarme quién soy.”
“Escribo lento para no olvidar quién soy.”
“Yo sirvo. Yo tiendo. Yo escribo. Yo soy.”
No son promesas.
Son pactos.
Y un pacto, cuando se honra, no necesita repetirse. Solo vivirse.
Entonces, ¿cuál es la llave?
No es más conocimiento.
Es un solo gesto diario.
Pequeño. Encarnado. Vivo.
Una acción que no busca convencerte de nada,
sino recordarte lo que ya sabés.
Ese gesto es la prueba. Es la semilla.
Y cada día que lo repetís con presencia, brota.
Tal vez no te diste cuenta…
pero eso que estás buscando, ya lo dijiste.
En tus notas. En tu cuaderno. En una frase suelta que no entendiste del todo.
Está ahí.
No escrito como verdad final.
Sino sembrado como posibilidad viva.
Y cada vez que actuás desde ahí, germina un poco más.
No hace falta que lo entendás.
Hace falta que lo vivás.
Cuando pasás de pensar, decir, sentir, o escribir la verdad… a dejar que te escriba ella a vos.