
Algunas solo piden que te quedés un momento,
sin huir.
Sin cerrar.
Solo mirar.
Donde lo invisible susurra
Hay grietas que duelen.
Hay grietas que liberan.
Y hay otras que no se explican.
Solo aparecen.
No anuncian su llegada.
No se abren con ruido.
Pero de pronto están ahí,
como una línea temblorosa en la realidad.
Y si te detenés,
si no pasás de largo,
podés sentirlo:
algo te está llamando.
La grieta como puerta no es metáfora bonita.
Es experiencia.
A veces es una imagen en el sueño.
Una frase que no sabés de dónde salió, pero sentís que no fue solo tuya.
Un escalofrío que llega cuando leés o escribís algo y sabés que eso no vino de vos.
Al menos, no del vos que siempre habla.
Porque la grieta, cuando es puerta,
no te lleva afuera.
Te lleva más adentro.
Y ahí, en ese adentro más profundo,
las cosas se mezclan:
lo racional con lo poético,
lo que ves con lo que intuís,
lo conocido con lo que apenas empieza a nacer.
El otro lado no está lejos.
Está apenas detrás de una palabra que todavía no escribiste.
Detrás de un silencio que no apuraste.
De una emoción que no tapaste con explicaciones.
Es ahí donde habita el símbolo.
El oráculo.
La visión.
La voz que no te habla al oído, sino al hueso.
Y no, no hay mapa para eso.
Solo presencia.
Solo quietud.
Solo disposición a cruzar sin garantías.
Cuando se abre esa grieta, no tenés que hacer nada.
Solo quedarte ahí.
Esperar.
Escuchar.
A veces te devuelve una imagen.
Otras, una certeza sin lógica.
Y otras, simplemente un eco que dice:
“Sí, es por aquí.”
No siempre sabrás si cruzaste o no.
Pero si algo en vos se desplazó,
si sentís que una capa se soltó,
que algo se quebró apenas y entró luz…
entonces sí:
pasaste.
Y ya no sos el mismo.
Porque viste el otro lado.
Y aunque no lo puedas explicar,
te acompaña.
Te habita.
Te transforma.
—
Jean Paul Cortés
Aquí estoy. Me escribo para recordarme quién soy.